Cuando el saber erudito, el saber metafísico y una aguda sensibilidad se concentran en una misma persona aparecen obras magistrales como la del anglo-hindú Ananda Coomaraswamy.
Resulta reconfortante encontrarse con estudios eruditos que no estén afectados por la miopía intelectual imperante, a saber, los típicos prejuicios reduccionistas y provincianos del pensamiento europeo moderno.
En este artículo Coomaraswamy hace un breve recuento de las patologías que distorsionan nuestro punto de vista moderno para luego indicarnos, siempre desde la perspectiva del arte, cuáles son los remedios intelectuales para poder curarnos.
SÍNTOMA, DIAGNOSIS Y RÉGIMEN
Las características prominentes de nuestro mundo en un estado de caos son el desorden, la incertidumbre, la sentimentalidad, y la desesperación. Nuestra confortable fe en el progreso se ha desmoronado, y ya no estamos tan completamente seguros de que el hombre pueda vivir sólo de pan. Es un mundo de «realidad empobrecida», un mundo en el que nosotros seguimos viviendo como si la vida fuera un fin en sí misma y no tuviera ningún significado. Como artistas y estudiosos del arte, y como conservadores de museos, nosotros somos una parte de este mundo y en parte responsables de él. Nuestro punto de vista es uno de sus síntomas - una palabra siniestra, pues el síntoma implica la enfermedad. Sin embargo, los síntomas proporcionan una base para la diagnosis, nuestro único recurso cuando se ha descuidado la prognosis. Describamos los síntomas, preguntemos de qué condición mórbida son ellos un indicio, y prescribamos un remedio.
Las anormalidades sintomáticas según nuestro punto de vista colegiado incluyen la asumición de que el arte es un comportamiento esencialmente estético, es decir, sensacional y emocional, una pasión que se sufre más bien que un acto que se cumple; nuestro interés dominante en el estilo, y nuestra indiferencia hacia la verdad y hacia el significado de las obras de arte; la importancia que damos a la personalidad del artista; la noción de que el artista es un tipo especial de hombre, contraria a la de que todo hombre es un tipo especial de artista; la distinción que hacemos entre arte fino y arte aplicado, y la idea de que la naturaleza a la que el arte debe ser fiel no es la Naturaleza Creativa, sino nuestro propio entorno inmediato, y más especialmente, nosotros mismos.
Dentro y fuera de las salas de clase, nosotros usamos mal las palabras, tales como «forma», «ornamento», «inspiración», e incluso «arte». Nuestras preocupaciones naturalistas y nuestro prejuicio histórico nos hacen imposible penetrar las artes del pueblo y del hombre primitivo, cuyos diseños admiramos pero cuyos significados ignoramos debido a que los términos abstractos del mito son enigmáticos para nuestro acercamiento empírico. Nuestros artistas están «emancipados» de cualquier obligación hacia las verdades eternas, y han abandonado a los mercaderes la satisfacción de las necesidades presentes. Nuestro arte abstracto no es una iconografía de las formas trascendentales, sino la pintura realista de una mentalidad desintegrada. Nuestro jactancioso nivel de vida es cualitativamente indigno de consideración, por muy imponente que sea cuantitativamente. Y lo que es, quizás, el síntoma más significativo y la evidencia de nuestra enfermedad es el hecho de que hemos destruido los fundamentos vocacionales y artísticos de todas las culturas tradicionales que nuestro contacto ha infectado.
Llamamos anormales a estos síntomas porque, cuando se ven en su perspectiva histórica y mundial, las asumiciones de las que son una consecuencia son efectivamente peculiares, y opuestas casi en cada detalle a las de las demás culturas, y particularmente a las de las culturas cuyas obras más admiramos. Que nosotros admiremos la construcción románica - una «arquitectura sin desagüe» - al mismo tiempo que despreciamos el espíritu de la «Edad Obscura» es completamente anómalo; nosotros no vemos que puede ser la deficiencia de nuestra mentalidad el que nuestra construcción sea un «desagüe sin arquitectura».
Todos estos síntomas apuntan a una enfermedad profundamente arraigada: en primer lugar, la diagnosis debe ser la de ignorancia. Por ignorancia, por supuesto, nosotros no entendemos una ignorancia de los hechos, de los que nuestras mentes están atestadas, sino una ignorancia de los principios a los que todas las operaciones pueden reducirse, y deben reducirse si han de ser comprendidas. La nuestra es una cultura nominalista; para nosotros, nada que nosotros no podamos agarrar con nuestras manos, u «observar» de cualquier otro modo, es «real». Nosotros entrenamos al artista, no para pensar, sino para observar; el nuestro es «un rencor despectivo de la inmortalidad».
En el séquito de esta ignorancia fundamental sigue el egotismo (cogito ergo sum, ahamkara, oiesis), la codicia, la irresponsabilidad, y la noción de que el trabajo es un mal y la cultura un fruto de la ociosidad, mal llamada «pasatiempo». Los griegos distinguían muy acertadamente entre el «pasatiempo» (schole) y una «cesación» (pausis); pero nosotros, que confundimos estos dos, y que encontramos la noción de un «trabajo de pasatiempo», es decir, un trabajo que requiere nuestra atención indivisa (Platón, República 370B), muy extraña, estamos no obstante acertados al llamar a nuestras fiestas «vacaciones», es decir, tiempos de vacuidad.
La nuestra es, además, una enfermedad de esquizofrenia. Nosotros somos capaces de formular sobre una obra de arte dos preguntas separadas, «¿Para qué es?» y «¿Qué significa?». Es decir, de separar la figura de la forma, el símbolo de la referencia, y la agricultura de la cultura. El hombre primitivo, cuyo trabajo manual muestra un «equilibrio polar de lo físico y lo metafísico», no hubiera podido formular estas preguntas por separado. Aún hoy día el indio americano no puede comprender por qué nos interesan sus cantos y su ritual, si nosotros no podemos usar su contenido espiritual. Platón consideraba indigno de los hombres libres, y la habría excluido de su estado ideal, la práctica de cualquier arte que sirviera sólo a las necesidades del cuerpo. Y hasta que nosotros no pidamos al artista y al manufacturero, que son naturalmente uno y el mismo hombre, productos diseñados para servir a las necesidades del cuerpo y del alma a uno y el mismo tiempo, el artista permanecerá un playboy, el manufacturero un proveedor, y el trabajador un snob que no anhela nada mejor que una porción más grande de las migajas que caen de la mesa del rico.
Pasamos ahora al régimen. Administrar una medicina puede requerir coraje cuando la tarea del médico depende de la buena voluntad del paciente. Cuestionar la validez de la distinción entre arte fino y arte aplicado, o entre el artista y el artesano, es cuestionar la validez de «ese monstruo de desarrollo moderno, el estado financiero-comercial», del que dependen ahora para su subsistencia tanto el artista como el maestro. No obstante, al dirigirse a un cuerpo de educadores y de conservadores, se debe insistir en su responsabilidad con respecto a la enseñanza de la verdad sobre la naturaleza del arte y la función social del artista.
Esto implicará, entre otras cosas, la repudiación de la opinión de que el arte es en algún sentido especial una experiencia estética. Las reacciones estéticas no son nada más que la «irritabilidad» del biólogo, que nosotros compartimos con la ameba. Pues mientras nosotros hagamos del arte una experiencia meramente estética o podamos hablar seriamente de una «contemplación estética desinteresada», será absurdo pensar en el arte como algo que pertenece a las «cosas más elevadas de la vida». La función del artista no es simplemente agradar, sino presentar un «algo que debe conocerse» de tal manera que deleite cuando se vea o se escuche, y expresarlo de tal modo que sea convincente. Debemos dejar claro que no es el artista, sino el hombre, el que tiene a la vez el derecho y el deber de elegir el tema; que el artista no tiene licencia para decir algo que en sí mismo no merece ser dicho, por muy elocuentemente que lo diga; y que sólo por su sabiduría como hombre puede el artista saber lo que merece ser dicho o hecho. El arte es un tipo de conocimiento con el que nosotros sabemos cómo hacer nuestro trabajo (Summa Theologica I.2.57.3), pero no nos dice lo que nosotros necesitamos, y por consiguiente lo que debemos hacer. Así pues, debe haber una censura de la manufactura; y si nosotros repudiamos una censura ejercida por «guardianes», es incumbencia nuestra enseñar a nuestros pupilos, ya sean manufactureros o clientes, que es responsabilidad suya ejercer una censura colectiva, no sólo de las calidades, sino así mismo de los tipos de manufactura.
Nuestra obligación requiere al mismo tiempo un cambio de método radical en nuestra interpretación del lenguaje del arte. Nadie negará que el arte es un medio de comunicación mediante signos o símbolos. Nuestros métodos de análisis vigentes son interpretaciones de estos signos en su sentido invertido, es decir, como expresiones psicológicas, como si el artista no tuviera nada mejor que hacer que una exposición de sí mismo a su vecino o de su vecino a sí mismo. Pero las «personalidades» son interesantes sólo para sus poseedores, o, como mucho, para un estrecho círculo de amigos; y no es la voz del artista sino la voz del monumento, la demostración de un quod erat demonstrandum, lo que nosotros queremos escuchar.
El historiador del arte no es un hombre tan completo como el antropólogo. El primero es muy a menudo indiferente a los temas, mientras que el segundo está buscando algo que no está en la obra de arte como si estuviera en un lugar, ni en el artista como si fuera una propiedad privada, sino hacia lo cual una obra de arte es un indicador. Para él, los signos, que constituyen el lenguaje de un arte significante, están llenos de significados; en primer lugar, preceptivos, que nos mueven a hacer esto o aquello, y en segundo lugar, especulativos, es decir, referentes de la actividad hacia su principio. Esperar menos que esto del artista es construirle una torre de marfil. Un habitáculo tal puede convenirle por el momento; pero en tiempos de fuerza mayor nosotros ya no podemos proporcionar tales lujos; y si permanece en su torre, holgándose en su irresponsabilidad, e incluso si muriera de indigencia, puede ser que nadie lo lamente ni le honre. Pues si el artista no puede interesarse en algo más grande que él mismo o su arte, si el patrón no le pide productos hechos bien y verdaderamente para el buen uso de la totalidad del hombre, hay poca perspectiva de que el arte afecte alguna vez de nuevo a las vidas de algo más que esa fracción infinitesimal de la población que se preocupa del tipo de arte que tenemos, y que sin ninguna duda, merecemos. No puede haber ninguna restauración del arte a su posición verdadera, como el principio del orden que gobierna la producción de utilidades, si no hay un cambio de mente, tanto por parte del artista como por parte del cliente, suficiente para llevar a cabo una reorganización de la sociedad sobre la base de la vocación, esa forma en la que, como decía Platón, «se hará más, y se hará mejor, y más fácilmente que de cualquier otra manera».
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