domingo, 19 de agosto de 2012

El burgués: paradigma del hombre moderno


El pensador francés Alain Benoist, representante de lo que se ha denominado de modo ambiguo como la "nueva derecha", una corriente de pensamiento que entre sus principales características se encuentra la de denunciar la existencia de un "pensamiento único" inclinado hacia la izquierda y caracterizado por la corrección política, hace una descripción ontológica muy precisa del burgués como paradigma del hombre moderno. Digo ontológica y no de clase porque en efecto la burguesía es más que una mera condición social, constituye en realidad un conjunto de valores típicos que determinan una condición o estado espiritual.

Desde una perspectiva clasista no se podría entender el fenómeno en apariencia contradictorio del aburguesamiento del proletariado, cosa que paradójicamente viene sucediendo desde hace ya bastante tiempo. Es el homo economicus que tiene su referente histórico en los mercaderes y comerciantes que impulsaron la Revolución Francesa, los mismos que han implementado el reinado materialista de lo cuantitativo por sobre lo cualitativo. Como ya lo dije Max Scheler: "el burgués se define en primer lugar como un tipo biosíquico al que su deficiente vitalidad empuja al resentimiento y al egoísmo calculador".

Esta es una parte del artículo. 

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Pero el espíritu burgués ya no es
lo que fue. O lo parece…

A primera vista, el burgués moderno parece, sin embargo, haber cambiado mucho. Poco tiene que ver con el burgués chapado a la antigua de que hablaba Benjamín Franklin: frugal, trabajador y ahorrativo. Tampoco se parece al burgués del siglo XIX, orondo, satisfecho y henchido de convenciones. Hoy quiere ser dinámico, deportivo, hedonista, incluso «bohemio». Lejos de evitar los gastos superfluos, parece como dominado por una fiebre consumista que le hace buscar constantemente nuevos artilugios y cachivaches. Lejos de intentar morigerarse, su modo de vida, centrado en el culto del ego, está, «por así decirlo, totalmente consagrado al placer» (Péguy). Paralelamente, también se acentúa el repliegue en la esfera privada: cocooning, internet, fax, modem, tele-video-conferencia, venta por correspondencia, telecompra, entregas a domicilio, sistemas interactivos, etc. permiten mantenerse en contacto con el mundo sin implicarse en él, encerrándose en una burbuja doméstica lo más estanca posible en la que cada cual se convierte más o menos en la prolongación de su telemando o de su pantalla de ordenador.

Otro fenómeno esencial de esta evolución estriba en la generalización del crédito, que permite utilizar de forma nueva el tiempo-mercancía: no sólo el tiempo es oro, sino que este oro se puede gastar por anticipado; es decir, anticipando el valor del tiempo venidero. Gracias al crédito, cada individuo puede vivir financieramente un poco más de tiempo del que vive realmente. El burgués a la antigua abogaba por contener el gasto. El crédito incita, con el riesgo de endeudarnos por encima de nuestras posibilidades, a gastar más de lo que tenemos. Por ello, observa Daniel Bell que «la ética protestante fue minada no por el modernismo, sino por el propio capitalismo. El mayor instrumento de destrucción de la ética protestante fue la invención del crédito. Antes, para comprar, se tenía primero que economizar. Pero con una tarjeta de crédito se pueden satisfacer de inmediato los deseos».

Sucede simplemente que el burgués ha creado su mundo, y que en este mundo las antiguas virtudes ya no tienen necesidad de encarnarse de forma ejemplar en individuos: dichas virtudes se han transferido simplemente a la sociedad global. Es esta transferencia a la sociedad lo que permite comprender la evolución del burgués moderno. Es ahora la propia sociedad la que tiene que ser administrada de forma racional, prudente, fiable económica y comercialmente. Werner Sombart lo ha mostrado con claridad en el caso de la empresa: el capitalismo moderno conserva todas las virtudes burguesas, pero las sustrae a las personas para transferirlas a las firmas, que dejan entonces «de ser propiedad inherente a hombres vivos, para convertirse en los principios objetivos de la conducta económica». Ya no hace falta que el burgués sea fiable, puesto que su empresa lo es por él. Ahora bien, las propias naciones ya no son actualmente sino grandes firmas, dirigidas por expertos y técnicos de gestión. Ocurre lo mismo con la «moral»: los miembros de la sociedad tienen tanta menos necesidad de obedecer individualmente a los principios morales, cuanto que ahora la vida política consulta a las «autoridades morales» y respeta los «derechos del hombre». Así es como la inmoralidad puede generalizarse descaradamente en una sociedad que, por lo demás, se afirma eminentemente «moral» en sus aspiraciones generales. La burguesía sólo ha desaparecido como clase para ceder su sitio a una sociedad en la que el espíritu y el hacer burgués hacen que todos compartan las mismas pasiones y repulsiones.

Pero, en realidad, el burgués tampoco ha cambiado tanto. Cabe determinar ciertas constantes a lo largo de las diferentes figuras que lo han caracterizado. La ley del mínimo esfuerzo parece contradecir, es cierto, la denuncia de la «ociosidad». Pero basta reflexionar atentamente para ver que procede del mismo espíritu de ahorro yeficacia. En el hedonismo moderno sigue estando presente —como ayer sucedía con el ahorro—el espíritu de cálculo y la búsqueda del mejor interés. Se gasta más, pero se calcula igual. Se malgasta, pero no por ello se es más proclive a la gratuidad. En suma, en todos los casos lo que se busca siempre y ante todo es la utilidad. En todas las cosas se adopta el comportamiento del negociante en el mercado. Se intenta maximizar el beneficio de cada cual. Lo básico sigue siendo el individuo propietario de sí mismo, la primacía de la razón práctica, el culto de la novedad y de la rentabilidad. Incluso si el mundo ha tomado el lugar de las convenciones, y la notoriedad mediática el de la «consideración», incluso si el press-book sustituye a veces a las patentes comerciales, el burgués sigue viviendo más que nunca en el aparentar y en el tener. Hoy más que nunca, el burgués es quien siempre busca sacar tajada, y quien, para legitimar su conducta, se ha dedicado a persuadir a la humanidad de que su forma de ser es la más normal y natural que se pueda imaginar. Hoy más que nunca el burgués es la excepción que se toma por la norma, lo particular que se presenta como lo universal. Hoy más que nunca le son radicalmente ajenos el gusto por lo inútil, la gratuidad, el sentido del gesto, el gusto por el don; en suma, todo lo que podría dar a la presencia en el mundo una significación que sobrepasara la mera existencia individual.

«Lo que caracteriza el espíritu del burgués actual —escribe también Werne Sombart— es su completa indiferencia ante el problema del destino del hombre. El hombre ha quedado casi totalmente eliminado de la tabla de valores económicos y del campo de los intereses económicos: lo único que aún despierta interés es el proceso, ya sea el de la producción, el de los transportes, o el de la formación de los precios, etc. Fiat productio et pereat homo!» Cabe agregar a ello las palabras proféticas de Emmanuel Berl: «Tiempos de los últimos hombres, que temía Nietzsche. El imperialismo norteamericano triunfará en la guerra sin luchar; el aburguesamiento del proletariado resolverá la lucha de clases».

Cabe interrogarse sobre lo que, en la posmodernidad, podría anunciar el final de los tiempos burgueses, así como sobre las contradicciones que afectan, en la actualidad, a un campo social cuya homogeneidad aparente se mantiene preñada de potenciales fracturas. Así, por ejemplo, asistimos ya a la desconexión de un amplio sector de las clases medias y de la gran burguesía financiera, desconexión que representa la ruptura de este «bloque hegemónico» que, durante décadas, había asociado el nombre de la pequeña burguesía al auge de un capitalismo «nacional» actualmente en vías de desaparición. La mundialización de la economía, el desarrollo y la creciente concentración de las redes tecnológicas y mediáticas, la velocidad misma de esta evolución en un contexto caracterizado por el desempleo y la amenaza de crisis, hacen que las clases medias vivan de nuevo con inquietud e inseguridad, con miedo del futuro, incluso con un sentimiento de pánico ante el riesgo de regresión social que esta evolución les pudiera acarrear. De ello se deriva que un creciente número de miembros de las clases medias se sienten superados y «proletarizados», hasta el punto de que lo que constituía antaño una garantía de mantenimiento del orden social se convierte en factor de fragilización.

En el curso de su historia, la burguesía ha sido criticada tanto desde arriba como desde abajo: tanto por la aristocracia como por el pueblo. Como ya dijimos, resulta reveladora esta convergencia de críticas, por lo demás bastante distintas. Pero lo que, quizás, no se ha observado bastante es que, en el sistema trifuncional de los orígenes, tal como lo restituyó Georges Dumézil, la burguesía no corresponde estrictamente a nada. Parece, es cierto, vincularse a la tercera función, la económica, la del pueblo productor. Pero, al respecto, sólo es como una excrecencia mercantil que, constituyéndose fuera del sistema tripartito, se ha dilatado progresivamente hasta dislocar por completo este sistema e invadir la totalidad de lo social: la historia de los últimos ocho o diez siglos muestra cómo la burguesía, que al comienzo no era nada, ha acabado llegándolo a ser todo. Se la podría entonces definir como la clase que ha separado al pueblo y a la aristocracia; la que ha cortado los lazos que hacían que ambas fueran complementarias; la clase que tan frecuentemente ha alzado la una frente a la otra. Sería de tal modo la clase «media» en el sentido más hondo del término, la clase intermediaria. Edouard Berth lo afirmaba en estos términos: «Sólo hay dos noblezas: la de la espada y la del trabajo. El burgués, el hombre de la tienda, del negocio, del banco, de la especulación y de la bolsa, el mercader, el intermediario; y su compadre, el intelectual, intermediario también, ajenos ambos tanto al mundo del ejército como al del trabajo, están condenados a una irremediable simpleza de pensamiento y de corazón». Quizás, para salir de esta simpleza, fuera preciso restaurar simultáneamente a la aristocracia y al pueblo.

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