El pensador francés Alain Benoist, representante de lo que se ha denominado de modo ambiguo como la "nueva derecha", una corriente de pensamiento que entre sus principales características se encuentra la de denunciar la existencia de un "pensamiento único" inclinado hacia la izquierda y caracterizado por la corrección política, hace una descripción ontológica muy precisa del burgués como paradigma del hombre moderno. Digo ontológica y no de clase porque en efecto la burguesía es más que una mera condición social, constituye en realidad un conjunto de valores típicos que determinan una condición o estado espiritual.
Desde una perspectiva clasista no se podría entender el fenómeno en apariencia contradictorio del aburguesamiento del proletariado, cosa que paradójicamente viene sucediendo desde hace ya bastante tiempo. Es el homo economicus que tiene su referente histórico en los mercaderes y comerciantes que impulsaron la Revolución Francesa, los mismos que han implementado el reinado materialista de lo cuantitativo por sobre lo cualitativo. Como ya lo dije Max Scheler: "el burgués se define en primer lugar como un tipo biosíquico al que su deficiente vitalidad empuja al resentimiento y al egoísmo calculador".
Esta es una parte del artículo.
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Pero el espíritu burgués ya no es
lo que fue. O lo parece…
A primera vista, el burgués moderno parece, sin embargo, haber
cambiado mucho. Poco tiene que ver con el burgués chapado a la antigua de que
hablaba Benjamín Franklin: frugal, trabajador y ahorrativo. Tampoco se parece
al burgués del siglo XIX, orondo, satisfecho y henchido de convenciones. Hoy
quiere ser dinámico, deportivo, hedonista, incluso «bohemio». Lejos de evitar
los gastos superfluos, parece como dominado por una fiebre consumista que le
hace buscar constantemente nuevos artilugios y cachivaches. Lejos de intentar
morigerarse, su modo de vida, centrado en el culto del ego, está, «por así
decirlo, totalmente consagrado al placer» (Péguy). Paralelamente, también se
acentúa el repliegue en la esfera privada: cocooning, internet, fax, modem, tele-video-conferencia,
venta por correspondencia, telecompra, entregas a domicilio, sistemas interactivos,
etc. permiten mantenerse en contacto con el mundo sin implicarse en él,
encerrándose en una burbuja doméstica lo más estanca posible en la que cada
cual se convierte más o menos en la prolongación de su telemando o de su
pantalla de ordenador.
Otro fenómeno esencial de esta evolución estriba en la
generalización del crédito, que permite utilizar de forma nueva el
tiempo-mercancía: no sólo el tiempo es oro, sino que este oro se puede gastar
por anticipado; es decir, anticipando el valor del tiempo venidero. Gracias al crédito,
cada individuo puede vivir financieramente un poco más de tiempo del que vive realmente.
El burgués a la antigua abogaba por contener el gasto. El crédito incita, con
el riesgo de endeudarnos por encima de nuestras posibilidades, a gastar más de
lo que tenemos. Por ello, observa Daniel Bell que «la ética protestante fue minada
no por el modernismo, sino por el propio capitalismo. El mayor instrumento de destrucción
de la ética protestante fue la invención del crédito. Antes, para comprar, se
tenía primero que economizar. Pero con una tarjeta de crédito se pueden
satisfacer de inmediato los deseos».
Sucede simplemente que el burgués ha creado su mundo, y que
en este mundo las antiguas virtudes ya no tienen necesidad de encarnarse de
forma ejemplar en individuos: dichas virtudes se han transferido simplemente a
la sociedad global. Es esta transferencia a la sociedad lo que permite
comprender la evolución del burgués moderno. Es ahora la propia sociedad la que
tiene que ser administrada de forma racional, prudente, fiable económica y
comercialmente. Werner Sombart lo ha mostrado con claridad en el caso de la
empresa: el capitalismo moderno conserva todas las virtudes burguesas, pero las
sustrae a las personas para transferirlas a las firmas, que dejan entonces «de
ser propiedad inherente a hombres vivos, para convertirse en los principios
objetivos de la conducta económica». Ya no hace falta que el burgués sea fiable,
puesto que su empresa lo es por él. Ahora bien, las propias naciones ya no son
actualmente sino grandes firmas, dirigidas por expertos y técnicos de gestión.
Ocurre lo mismo con la «moral»: los miembros de la sociedad tienen tanta menos
necesidad de obedecer individualmente a los principios morales, cuanto que
ahora la vida política consulta a las «autoridades morales» y respeta los «derechos
del hombre». Así es como la inmoralidad puede generalizarse descaradamente en
una sociedad que, por lo demás, se afirma eminentemente «moral» en sus
aspiraciones generales. La burguesía sólo ha desaparecido como clase para ceder
su sitio a una sociedad en la que el espíritu y el hacer burgués hacen que
todos compartan las mismas pasiones y repulsiones.
Pero, en realidad, el burgués tampoco ha cambiado tanto. Cabe
determinar ciertas constantes a lo largo de las diferentes figuras que lo han caracterizado.
La ley del mínimo esfuerzo parece contradecir, es cierto, la denuncia de la
«ociosidad». Pero basta reflexionar atentamente para ver que procede del mismo
espíritu de ahorro yeficacia. En el hedonismo moderno sigue estando presente —como
ayer sucedía con el ahorro—el espíritu de cálculo y la búsqueda del mejor interés.
Se gasta más, pero se calcula igual. Se malgasta, pero no por ello se es más
proclive a la gratuidad. En suma, en todos los casos lo que se busca siempre y
ante todo es la utilidad. En todas las cosas se adopta el comportamiento del negociante
en el mercado. Se intenta maximizar el beneficio de cada cual. Lo básico sigue
siendo el individuo propietario de sí mismo, la primacía de la razón práctica,
el culto de la novedad y de la rentabilidad. Incluso si el mundo ha tomado el
lugar de las convenciones, y la notoriedad mediática el de la «consideración»,
incluso si el press-book sustituye a veces a las patentes comerciales, el burgués
sigue viviendo más que nunca en el aparentar y en el tener. Hoy más que nunca,
el burgués es quien siempre busca sacar tajada, y quien, para legitimar su
conducta, se ha dedicado a persuadir a la humanidad de que su forma de ser es
la más normal y natural que se pueda imaginar. Hoy más que nunca el burgués es
la excepción que se toma por la norma, lo particular que se presenta como lo
universal. Hoy más que nunca le son radicalmente ajenos el gusto por lo inútil,
la gratuidad, el sentido del gesto, el gusto por el don; en suma, todo lo que podría
dar a la presencia en el mundo una significación que sobrepasara la mera
existencia individual.
«Lo que caracteriza el espíritu del burgués actual —escribe
también Werne Sombart— es su completa indiferencia ante el problema del destino
del hombre. El hombre ha quedado casi totalmente eliminado de la tabla de
valores económicos y del campo de los intereses económicos: lo único que aún despierta
interés es el proceso, ya sea el de la producción, el de los transportes, o el
de la formación de los precios, etc. Fiat productio et pereat homo!» Cabe agregar a ello las palabras
proféticas de Emmanuel Berl: «Tiempos de los últimos hombres, que temía
Nietzsche. El imperialismo norteamericano triunfará en la guerra sin
luchar; el aburguesamiento del proletariado resolverá la lucha de clases».
Cabe interrogarse sobre lo que, en la posmodernidad, podría
anunciar el final de los tiempos burgueses, así como sobre las contradicciones
que afectan, en la actualidad, a un campo social cuya homogeneidad aparente se
mantiene preñada de potenciales fracturas. Así, por ejemplo, asistimos ya a la
desconexión de un amplio sector de las clases medias y de la gran burguesía financiera,
desconexión que representa la ruptura de este «bloque hegemónico» que, durante décadas,
había asociado el nombre de la pequeña burguesía al auge de un capitalismo
«nacional» actualmente en vías de desaparición. La mundialización de la
economía, el desarrollo y la creciente concentración de las redes tecnológicas
y mediáticas, la velocidad misma de esta evolución en un contexto caracterizado
por el desempleo y la amenaza de crisis, hacen que las clases medias vivan de
nuevo con inquietud e inseguridad, con miedo del futuro, incluso con un
sentimiento de pánico ante el riesgo de regresión social que esta evolución les
pudiera acarrear. De ello se deriva que un creciente número de miembros de las
clases medias se sienten superados y «proletarizados», hasta el punto de que lo
que constituía antaño una garantía de mantenimiento del orden social se
convierte en factor de fragilización.
En el curso de su historia, la burguesía ha sido criticada
tanto desde arriba como desde abajo: tanto por la aristocracia como por el
pueblo. Como ya dijimos, resulta reveladora esta convergencia de críticas, por
lo demás bastante distintas. Pero lo que, quizás, no se ha observado bastante
es que, en el sistema trifuncional de los orígenes, tal como lo restituyó
Georges Dumézil, la burguesía no corresponde estrictamente a nada. Parece, es cierto,
vincularse a la tercera función, la económica, la del pueblo productor. Pero,
al respecto, sólo es como una excrecencia mercantil que, constituyéndose fuera
del sistema tripartito, se ha dilatado progresivamente hasta dislocar por
completo este sistema e invadir la totalidad de lo social: la historia de los
últimos ocho o diez siglos muestra cómo la burguesía, que al comienzo no era
nada, ha acabado llegándolo a ser todo. Se la podría entonces definir como la
clase que ha separado al pueblo y a la aristocracia; la que ha cortado los
lazos que hacían que ambas fueran complementarias; la clase que tan frecuentemente
ha alzado la una frente a la otra. Sería de tal modo la clase «media» en el
sentido más hondo del término, la clase intermediaria. Edouard Berth lo
afirmaba en estos términos: «Sólo hay dos noblezas: la de la espada y la del trabajo.
El burgués, el hombre de la tienda, del negocio, del banco, de la especulación
y de la bolsa, el mercader, el intermediario; y su compadre, el intelectual,
intermediario también, ajenos ambos tanto al mundo del ejército como al del
trabajo, están condenados a una irremediable simpleza de pensamiento y de
corazón». Quizás, para salir de esta simpleza, fuera preciso restaurar
simultáneamente a la aristocracia y al pueblo.
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