La doctrina de la Unidad, es decir, la afirmación de que el Principio de toda existencia es esencialmente Uno, es un punto fundamental común a todas las Tradiciones ortodoxas, y podemos incluso decir que es sobre este punto que su identidad de fondo aparece más claramente, traduciéndose hasta en la expresión misma. En efecto, cuando se trata de la Unidad, toda diversidad se desvanece, y no es sino cuando se desciende hacia la multiplicidad cuando las diferencias de formas aparecen, siendo entonces múltiples, ellos mismos, los modos de expresión como aquello a lo que se refieren, y susceptibles de variar indefinidamente para adaptarse a las circunstancias de tiempo y de lugares. Pero «la doctrina de la Unidad es única» (según la fórmula árabe:
Et-Tawhîdn wâhidun), es decir, que la misma es por todas partes y siempre la misma, invariable como el Principio, independiente de la multiplicidad y del cambio que no pueden afectar más que a las aplicaciones de orden contingente.
Es así que podemos decir que contrariamente a la opinión corriente, jamás ha habido en ninguna parte doctrina ninguna realmente «politeísta», es decir, admitiendo una pluralidad de principios absoluta e irreductible. Ese «pluralismo» no es posible más que como una desviación resultante de la ignorancia y de la incomprensión de las masas, de su tendencia a vincularse exclusivamente a la multiplicidad de lo manifestado: De ahí la «idolatría» bajo todas sus formas, que nace de la confusión del símbolo en sí mismo con lo que está destinado a expresar, y la personificación de los atributos divinos considerados como otros tantos seres independientes, lo que es el único origen de un «politeísmo» de hecho. Esta tendencia va por lo demás acentuándose a medida que se avanza en el desarrollo del ciclo de la manifestación, porque ese desarrollo mismo es un descenso a la multiplicidad, y en razón del oscurecimiento espiritual que le acompaña inevitablemente. Por eso es por lo que las formas Tradicionales más recientes son las que deben enunciar de la manera más aparente al exterior la afirmación de la Unidad; y, de hecho, esta afirmación en ninguna parte es expresada tan explícitamente y con tanta insistencia como en el islam donde la misma parece incluso, si así puede decirse, absorber en ella toda otra afirmación.
La única diferencia entre las doctrinas Tradicionales, a este respecto, es la que acabamos de indicar: La afirmación de la Unidad está por todas partes, pero, en el origen, no tenía la misma necesidad de ser formulada expresamente para aparecer como la más evidente de todas las verdades, ya que los hombres estaban entonces demasiado cerca del Principio como para desconocerla o perderla de vista. Ahora al contrario, puede decirse que la mayoría de entre ellos, comprometidos por entero en la multiplicidad, y habiendo perdido el conocimiento intuitivo de las verdades de orden superior, no llegan sino con esfuerzo a la comprensión de la Unidad; y es por lo que deviene poco a poco necesario, en el curso de la historia de la humanidad terrestre, formular esta afirmación de la Unidad en múltiples ocasiones y de más en más claramente, podríamos decir, de más en más enérgicamente.
Si consideramos el estado actual de las cosas, vemos que esta afirmación está en cierto modo más envuelta en algunas formas Tradicionales, que ella constituye incluso a veces como el lado esotérico de las mismas, tomando este término en su sentido más amplio, mientras que, en otras, aparece a todas las miradas, si bien se llega a no ver más que la afirmación en cuestión, aunque haya seguramente, ahí también muchas otras cosas, pero que no son sino secundarias frente a ésta. Este último caso es el del islam, inclusive exotérico; el esoterismo no hace aquí más que explicar y desarrollar todo lo que está contenido en esta afirmación y todas las consecuencias que derivan de la misma, y, si lo hace en términos frecuentemente idénticos a los que encontramos en otras Tradiciones, tales como el Vêdânta y el Taoísmo, no hay lugar a sorprenderse de ello, ni a ver ahí el efecto de préstamos que son históricamente contestables, ello es simplemente así porque la verdad es una, y porque, en el orden principal, como lo decíamos al comienzo, la Unidad se traduce necesariamente hasta en la expresión misma.
Por otra parte, es de observar, considerando siempre las cosas en su estado presente, que los pueblos occidentales y más especialmente los pueblos nórdicos, son los que parecen tener las mayores dificultades en comprender la doctrina de la Unidad, ello, al mismo tiempo que están comprometidos en mayor grado que los demás en el cambio y la multiplicidad. Las dos cosas van evidentemente conjuntas, y quizás que hay algo ahí que se debe, al menos en parte, a las condiciones de existencia de esos pueblos: cuestión de temperamento, pero también cuestión de clima, estando la una en función de la otra, o al menos hasta un cierto punto. En los países del Norte, en efecto, donde la luz solar es débil y frecuentemente velada, todas las cosas aparecen a las miradas con un igual valor, si así puede decirse, y de una manera que afirma pura y simplemente su existencia individual sin dejar entrever nada más allá; así, en la experiencia ordinaria misma, uno no ve verdaderamente más que la multiplicidad. Es muy distinta cosa en los países en los que el sol, por su radiación intensa, absorbe por así decir todas las cosas en sí mismo, haciéndolas desaparecer delante de él, como la multiplicidad desaparece ante la Unidad, no porque la misma deje de existir según su modo propio, sino porque esa existencia no es rigurosamente nada al respecto del Principio. Así, la Unidad deviene en cierto modo sensible: Ese brillo solar, es la imagen de la fulguración del ojo de Shiva, que reduce a cenizas toda manifestación. El sol se impone aquí como el símbolo por excelencia del Principio Uno (
Allahn Ahad), que es el Ser necesario, El único que se basta a Sí mismo en Su absoluta plenitud (
Allahn Es-Samad), y de quien dependen enteramente la existencia y la subsistencia de todas las cosas, que fuera de Él no serían sino nada.
El «monoteísmo», si puede emplearse este término para traducir
Et-Tawhîd, si bien restringe un poco su significación haciendo pensar casi inevitablemente en un punto de vista casi exclusivamente religioso, el «monoteísmo», decimos, tiene pues un carácter esencialmente «solar». En ninguna parte es más sensible que en el desierto, donde la diversidad de las cosas está reducida a su mínimo, y donde, al mismo tiempo, los espejismos hacen aparecer todo lo que tiene de ilusorio el mundo manifestado. Ahí, la radiación solar produce las cosas y las destruye unas tras de otras; o antes, ya que es inexacto decir que las destruye, las transforma y las reabsorbe luego de haberlas manifestado. No se podría encontrar una imagen más verdadera de la Unidad desplegándose exteriormente en la multiplicidad sin dejar de ser ella misma y sin ser afectada por ello, y llevando a ella misma después, siempre según las apariencias, esa multiplicidad que, en realidad, jamás ha salido, ya que nada podría haber fuera o en el exterior del Principio, al cual nada puede añadirse y de quien nada puede sustraerse, porque Él es la indivisible totalidad de la Existencia única. En la luz intensa de los países de Oriente, basta ver para comprender estas cosas, para percibir inmediatamente su verdad profunda; y sobre todo parece imposible no comprenderla así en el desierto, donde el sol traza los Nombres divinos en letras de fuego en el cielo.
Gebel Seyidna Mousa, 23 shawal 1348 H.
Mesr, Seyidna El-Hussein, 10 moharram 1349 H.
(aniversario de la batalla de Kerbela).