Por Antonio
Medrano
Uno de los fenómenos más
llamativos del siglo XX es el renacer del Islam. Fenómeno que tiene lugar sobre
todo en la segunda mitad de este siglo que se aproxima a su fin, y más
especialmente a partir de los años setenta. El hecho resulta tanto más notable
cuanto que el mundo islámico se hallaba aletargado, sumido en una profunda
decadencia, en regresión progresiva desde tiempo atrás. Todo apuntaba a un lento
pero inexorable retraimiento del Islam, incluso a su desaparición bajo la
arrolladora oleada de las nuevas ideas y corrientes surgidas en Occidente en
los últimos tiempos.
Si dirigimos la mirada hacia los dos últimos siglos observamos, en efecto, una expansión planetaria de la moderna civilización occidental. Es éste, sin lugar a dudas, el rasgo más definitorio de esta fase histórica que va preparando el terreno para el mundo en que actualmente vivimos. A partir del siglo XVIII, se registra un auténtico proceso de occidentalización universal, que llega a su culminación con el triunfo de la revolución industrial y el avance de las ideologías igualitarias. El mundo occidental, que se ha desprendido de su propia tradición espiritual, para instaurar una civilización profana, materialista y racionalista, trata de imponer al resto de la humanidad sus propios esquemas y su forma de vida, buscando incluso someter a su poder económico, político y militara los pueblos de todos los continentes.
Los pueblos de religión islámica no serán ajenos a esta honda expansiva de tan tremendas repercusiones. La ofensiva occidentalista se cebará en ellos con especial virulencia, pues no en vano son los más próximos a ese mundo en ebullición del que partirán las líneas directrices configuradoras del orden mundial. En el inundo islámico el impacto occidentalizador sumirá dos formas de principales: el colonialismo y las dictaduras modernizadoras.
Los países árabes y musulmanes, tanto del norte de África como de Asia, en especial del oriente próximo, serán víctimas de la voracidad imperialista de los países europeos, sedientos de materias primas y de tierras y poblaciones sobre las que proyectar su poder material. Las potencias europeas, sobre todo Inglaterra y Francia, se aprovechan de la debilidad y corrupción de los gobiernos de dichos países islámicos para irlos incorporando paulatinamente a sus imperios coloniales. Esa incorporación colonialista viene acompañada, lógicamente por la inoculación de toda clase de ideas y modos de vida occidentales, con la consiguiente laminación de las creencias y convicciones islámicas. Y esta situación se mantiene, con diversas vicisitudes, hasta la Guerra Mundial, tras la cual entra en crisis la expansión colonial europea para ceder el puesto a nuevas y más sutiles formas de neocolonialismo, sobre todo de signo soviético o norteamericano.
Junto al fenómeno, colonial, a veces como reacción frente a él, se registra en los países islámicos, sobre todo a partir de los años 50, una corriente no menos nociva: las dictaduras revolucionarias y modernizadoras que, envueltas en el ropaje de una mística nacionalista, pretenden instaurar una ideología y tinos sistemas políticos, sociales y culturales poco acordes con la tradición islámica o, peor aún, en abierta contradicción con la misma. Toda la energía de dichos regímenes dictatoriales va dirigida al establecimiento de formas laicas y secularizadas, cuando no abiertamente ateas, calcadas de las imperantes en el moderno Occidente. Se trata, pues de una occidentalización forzada, que hace tabla rasa de todo lo que puedan ser principios o valores islámicos.
Esta oleada anti‑islámica forjada en el seno de los mismos pueblos musulmanes a consecuencia del contagio del bacilo occidental, se inicia ya en la segunda década del siglo con la revolución de Kemall Ataturk en Turquía, que se esfuerza por barrer cualquier rastro de cultura islámica, empezando por la manera de vestir o el alfabeto y terminando por el cierre de las escuelas sufíes. Es continuada posteriormente por los numerosos movimientos, revoluciones y regímenes políticos que intentan sacar de su marasmo y poner «a la altura de la historia» a las naciones afectadas, modernizándolas y occidentalizándolas, es decir, desislamizándolas de forma más o menos brusca.
A esta línea obedecen, entre otras: la revolución
nasserista en Egipto; la dictadura del Sha en el Irán; el régimen socializante
del Baas en Siria, Irak, con su posterior desembocadura en el sanguinario
despotismo personal de Saddam Hussein; la dictadura de Siad Barr en Somalia, el
régimen filo‑marxista del FLN en Argelia o el régimen comunista de Babrak Kemal
en Afganistán.
Se pueden distinguir dos vertientes o modalidades en esta corriente dictatorial secularizadora: la de inspiración socializante, incluso abiertamente marxista, situada bajo la inspiración y la férula de la Unión Soviética, y la de aliento capitalista, pro‑americana y antisoviética, más inclinada a confiar en la protección de los Estados Unidos. Pero el enfoque y el proyecto básico es siempre el mismo: un propósito decidido y vergonzante de desislamización a ultranza. El que muchas de estas dictaduras anti‑islámicas se hayan arropado en un supuesto islamismo, como ingrediente de un nacionalismo árabe — es el caso de Saddam Hussein, blandiendo el Corán para dar un aire de respetabilidad a su régimen ateo y antimusulmán — no altera en nada la realidad ni debe inducir a engaño.
Esta es, pues, la situación que presenta el mundo islámico en esta hora histórica, ya muy entrado el siglo XX, en que las religiones van perdiendo terreno, como algo anticuado y propio de un pasado lleno de supersticiones, en beneficio de la religión laica del progreso. Todo parecía dar la razón a los heraldos del materialismo y el laicismo progresista que entonan el réquiem por ese «opio del pueblo» que, de acuerdo a sus peculiares esquemas ideológicos, constituiría la religión, la islámica al igual que todas las demás. En semejante ambiente, los pueblos musulmanes —o al menos sus élites dirigentes— sufren un agudo complejo de inferioridad que les hace mirar como un lastre su más valiosa herencia. Poseídos por una amnesia espiritual, se avergüenzan de su patrimonio sagrado y se aferran a las concepciones modernas importadas de Occidente como si en ellas estuviera su tabla de salvación.
Pero en la segunda mitad de este siglo tiene lugar una inversión radical de esta tendencia de regresión de lo islámico. Se produce un auténtico renacimiento del Islam, de su cultura, de sus valores. Los pueblos musulmanes vuelven sus ojos, cada vez con más fuerza y convicción, hacia su propia tradición. El hito capital en este giro histórico, el hecho más sintomático y significativo en esta nueva andadura, es la revolución del Imán Khomeini en el Irán chiíta. Por primera vez en estos tiempos de ateísmo teórico y práctico triunfa una revolución de inspiración religiosa, y ello en un país tan significativo como Persia o Irán, marcado desde sus orígenes con una misión providencial en la historia de la humanidad. Desde entonces el mundo islámico no ha cesado de adquirir fuerza y protagonismo en el escenario mundial.
Tras ese acontecimiento decisivo se va desencadenando en los países de cultura islámica una serie de reacciones, movimientos y corrientes organizadas que buscan revitalizar la propia tradición.
El renacer del Islam ha ido acompañado por toda una serie de manifestaciones externas, políticas, sociales y culturales, sobre las cuales nos han informado ampliamente la prensa y los medios de comunicación, aunque desgraciadamente no siempre de forma objetiva, verídica ni fiable. Manifestaciones que van desde la revolución iraní a la lucha de Chechenia por su libertad; desde la rebelión del pueblo afagano, contra el régimen comunista y la injerencia soviética —la heroica lucha de los afganos fue uno de los ingredientes que determinaron la caída del comunismo—; desde la efervescencia combativa de los núcleos musulmanes en el Líbano o Palestina a la eclosión en Turquía de grupos bien organizados que, dando la espalda a la herencia se esfuerzan por construir una auténtica cultura islámica, acercándose a los aledaños del poder; desde los incipientes balbuceos de los movimientos fundamentalistas en Marruecos a los avances del FIS en Argelia y las consiguientes reacciones de los gobernantes occidentalizados para frenar dicho avance; desde el despertar de la martirizada Bosnia, en el sudeste europeo, a la progresiva ascensión de los musulmanes negros en los Estados Unidos, bajo el liderazgo de Farrakhan. ¿Quién sabía hace años que existía en el Cáucaso un país llamado Chechenia o que en Bosnia Herzegovina existían núcleos musulmanes? He aquí algunos pequeños pero elocuentes indicios del protagonismo creciente que va adquiriendo el Islam en esta segunda mitad del siglo XX.
Pero junto a todo esto, que es en lo que se quedan las informaciones periodísticas, hay algo mucho más importante y profundo: el reverdecer de toda una tradición espiritual, el nuevo florecimiento de una rica herencia sagrada.
El aspecto sin duda más decisivo del actual renacer islámico, aunque de esto no hablen los periódicos, es el resurgimiento intelectual, en el más riguroso sentido de la palabra. es decir, el reaflorar del más valioso y profundo legado (te la tradición islámica, de su contenido sapiencial. Se registra en nuestros días, en efecto, un redescubrimiento en toda regla de las fuentes de la sabiduría, del Irfan. Se extiende y afianza el sufismo, la corriente mística y exotérica que hunde sus raíces en los orígenes mismos de la revelación coránica.
Es significativo que en este siglo, y más concretamente en los últimos decenios, se hayan escrito, precisamente en Europa, obras capitales sobre la teología, filosofía, metafísica y mística islámicas. Obras como Comprender el Islam de Frithjof Schuon, probablemente el más completo y profundo estudio sobre la visión islámica del mundo y de la vida que se haya publicado hasta ahora, o la monumental biografía del Profeta Muhammad escrita por Martin Lings. No podrían dejar de citarse asimismo las eruditas aportaciones de Henry Corbin, que nos han permitido conocer la riqueza de la espiritualidad persa, o los documentadísimos trabajos de Seyyed Hossein Nasr sobre la ciencia, el arte y la filosofía del Islám. A todo ello habría que añadir las numerosas traducciones a lenguas europeas de textos clásicos de los principales maestros del Irfan y del Tasawuf: Ibn Arabí, Rumi, Al‑Gazali, Suhrawardî. Gracias a esta ingente labor intelectual la gran riqueza espiritual y cultural del Islam resulta hoy accesible para cualquier europeo o americano que desee conocer a fondo este mundo que hemos tenido siempre tan próximo y tan distante.
Forzoso es precisar que este renacimiento del Islám, que tiene lugar ante nuestros ojos de forma tan espectacular se inserta cada vez con mayor fuerza, ante la crisis de la actual civilización materialista y racionalista, y que constituye uno de los rasgos sobresalientes de los tiempos que vivimos. TI‑as el vacío creado en el alma humana por las ideologías y concepciones ateas, inhumanas, reduccionistas que han dominado el panorama mundial durante los últimos siglos, se vuelve la mirada a la religión y la espiritualidad, única fuerza capaz de dar respuesta a los problemas que plantea la vida.
Y ya que hablamos del islam, no puede dejar de mencionarse la decisiva contribución que han hecho numerosos autores musulmanes a este general renacimiento espiritual y religioso que se extiende por todo el mundo. En Occidente hay que destacar, en este sentido, la labor del francés René Guénon, a quien corresponde el mérito de haber iniciado la llamada corriente caracterizada por su carácter ecuménico y por su profundidad esotérica. Guénon, que abrazó el Islam, insertándose en una vía sufí, termino sus días en Egipto, donde vivió con el título de Sheikh Abdel Wahed Yahia. Nadie ha hecho tanto como René Guénon por devolver su a las ciencias sagradas y por mostrar el camino que conduce a la superación de la crisis en que se halla sumido el mundo moderno. Su obra ha sitio una aportación de primer orden para la restauración de la Filosofía.
Son muchos los autores que han continuado la tarea iniciada por Guénon y han
seguido con gran brillantez el camino por él abierto. Entre ellos abundan los
que se sitúan en una perspectiva islámica, a algunos de los cuales ya nos hemos
referido con anterioridad. Además de los ya citados Martin Lings, Frithjof Schuon,
cabe mencionar a Mihail Valsan, Léo Schaya, Titus Burckhardt o Gay Eaton.
Un detalle significativo, que llama poderosamente la atención en tales autores es el sincero respeto a todas las tradiciones ortodoxas y el profundo conocimiento que tienen de todas ellas. Para quien se acerca por primera vez a sus textos, no deja de resultar chocante el hecho de que estos autores no se lancen a una acción de propaganda en favor de la fe en la que viven. Sorprende la ecuanimidad con que hablan de las diversas vías espirituales de la humanidad. Nada más ajeno a sus exposiciones y enfoques que el fanatismo, el proselitismo, el partidismo superficial y exclusivista. Se trata de autores que no pretenden difundir el Islam, no buscan convertir al interlocutor o al lector, aunque ofrecen enfoques profundísimos de la tradición islámica que demuestran conocer a la perfección.
U no de los efectos que ha tenido la labor intelectual de los autores mencionados han sido precisamente la renovación en profundidad del Cristianismo, es decir, la recuperación de su más honda sabiduría, de su mensaje esotérico y metafísico. Por paradójico que pueda parecer, este ha sido uno de los frutos de la semilla sembrada por Guenón. En este descuella la labor de autores como Jel Abbé Stephane, Jean Hani, Jean Borella, Louis Charbonneau‑Lassay, Jean Tourniac, François Chenique, Lord Northbourne, Tage Lindbon o Philip Sherrard, para citar solo algunos de los más significativos.
Hasta aquí hemos hablado de los aspectos positivos que presenta el renacer del islam y de sus prometedoras esperanzas para el futuro. Pero es menester hablar ahora de los peligros y las amenazas que se ciernen sobre el mundo islámico en su conjunto y que pueden frustrar ese luminoso renacer como ya aconteciera en épocas pretéritas. ¿Cuáles son tales peligros? Yo señalaría tres principales, que se insinúan de forma amenazadora en la actualidad:
1.
La instrumentalización del credo islámico;
2.
El contagio de ideas occidentales;
3.
El reduccionismo de lo islámico a ciertos aspectos, con el
descuido de sus dimensiones más hondas e importantes.
En primer lugar, hay que
alertar sobre la instrumentalización que puedan hacer del islam determinados
grupos, corrientes o individuos a los que el islam importa muy poco, o que
incluso lo desprecian y lo odia, y que no harán otra cosa que utilizarlo para
ponerlo al servicio de sus oscuros objetivos: su ambición y su afán de poder,
sus ideologías modernistas y materialistas, sus propósitos megalómanos o sus
locuras mesiánicas. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, en la Argelia del FLN,
que pretendía arropar su progresismo marxista en creencias islámicas, o en el
Irak de Saddam Hussein, cuando éste llama a la "guerra santa" o enarbola
frases del Corán para movilizar a las masas en defensa de su régimen amenazado.
Ocioso es hacer notar el riesgo de desnaturalización y falsificación que, para
el mensaje islámico, injusta e inmerecida, que puede despertar en sectores no
islámicos que, ignorantes de lo que el Islám realmente es, tomen esa
contrafacción pseudoislámica por una expresión de islamismo.
Segundo peligro que
apuntábamos: el contagio de ideas o sugestiones recibidas de la moderna
civilización occidental, que son completamente ajenas a la tradición islámica
pero que muchos intentan amalgamar con el Corán y el credo islámico. Así por
ejemplo, las ideas de democracia, de progreso, de revolución. En este sentido,
hay que mencionar también fenómenos como el socialismo, el nacionalismo o el terrorismo.
Fenómeno este último, extremadamente grave y altamente sintomático de la
descomposición moral del Occidente moderno, que ha sido acogido con suicida
entusiasmo por numerosos movimientos del mundo árabe y musulmán en general.
Como puede apreciarse este peligro va íntimamente ligado al anterior, siendo
inseparable de él.
Por último, habría que aludir
al peligro más grave y que está en la base de los otros dos, aunque pueda
parecer de menor rango: el intento de reducir el Islam a los aspectos más superficiales
y accesorios de la tradición musulmana. Es decir, la hipertrofia de su
dimensión exotérica, importante sí, pero siempre superficial y subordinada a
aspectos más profundos y elevados. Conviene no olvidar que esta hipertrofia
exotérica lleva inevitablemente asociada la perdida de dimensión sapiencial de
dicha tradición, la ceguera o la aversión hacia ella. Y no hay que perder nunca
de vista que — al igual que ocurre con cualquier otra tradición espiritual, que
tiene en la Sabiduría o núcleo esotérico su fuente de vida— el Irfan o
sabiduría es el corazón mismo del Islam. No habrá renacer del Islam sin una
previa recuperación y afirmación del Irfan. La reducción del Islam a sus
aspectos más exteriores trae, por el contrario, como consecuencia la deformación,
la degeneración el empobrecimiento de dicha tradición.
Fácil es imaginar las funestas
consecuencias que tiene por fuerza que acarrear la confluencia de los tres
factores apuntados: instrumentalización, contagio , y reduccionismo. Y hay que
volver a insistir en que es el tercero de ellos el que hace posible y propicia
la aparición de los otros dos. En efecto, una tradición que ha dado la espalda
a su propia sabiduría está inerme ante los vaivenes que sacuden la historia y
queda a merced de las aberraciones, errores y sugestiones que circulan en el
ambiente.
He aquí, pues, la conclusión
de este somero examen: el Islam desempeña ya un gran papel en el mundo actual,
sobre todo como fermento espiritual. Y está llamado a desempeñar un papel
todavía más importante en el siglo XXI, en el próximo milenio.
Para ello el mundo islámico
deberá, por un lado, revitalizar su núcleo espiritual, profundizar en él y
cultivarlo con esmero, pues sólo así podrá permanecer fiel a su más auténtica
esencia y a su más hondo mensaje. Por otro lado manteniendo un espíritu
abierto, que está en la raíz del mensaje del Profeta Muhammad, deberá evitar
desplazarse hacia posiciones que impliquen una actitud de agresividad, de
conquista, de violencia o de exclusivismo que no harían sino provocar
reacciones hostiles.
De este modo, rechazando los
engañosos cantos de sirena que le incitan a seguir otras rutas y que pretenden
hacer de él un elemento perturbador o desestabilizador, el mundo islámico que
en este nuestro siglo despierta de nuevo podrá contribuir de manera decisiva a
la edificación de un mundo más justo y armónico, que encuentre su
fundamentación y arraigo vii la 1 111 divina. Será un mensajero de paz, orden y
libertad en este mundo de caos, esclavitud y violencia, y podrá al mismo tiempo
desempeñar su misión histórica de puente entre Oriente y Occidente, que hoy día
se hace tan necesaria.
En la esperanza de que esto
ocurra, contemplando la esperanzadora promesa de este renacer y conscientes de
la Fuerza sobrenatural que mueve ese renacer del Islam, podemos decir, con
nuestros hermanos musulmanes: Al hamdu‑li‑llah, "Alabado sea
Dios".
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